...un guisante azul que no tenía amigos. El pobre, al ser azul, era marginado por todos sus compañeros de vaina. Pero eso no duraría para siempre. Un día saldría de la vaina y podría irse por fin y no tener que soportar los ninguneos de sus compañeros. Los días pasaban y pasaban y Guisanto, que así se llamaba el guisante azul, esperaba ansioso el día en el que poder salir de ahí.
A finales de un mes cualquiera, llegó el ansiado día. Guisanto se escabulló como un pez entre las manos o como una pastilla de jabón (entre las manos también) y huyó lejos, donde sus compañeros no pudieran hacerle más el vacío.
Guisanto estaba solo; pero prefería estarlo literalmente a sentirse solo entre los demás guisantes. Le gustaba viajar y la soledad no era un problema.
Un día, mientras rodaba por un parque, un niño humano jugaba a las canicas.
Miró a todos lados sin saber de dónde procedía ese chistido.
-Aquí abajo... -escuchó al lado del niño-. Ayudadme a salir de aquí, por favor.
Se trataba de una canica. Era preciosamente bella, la canica más hermosa que Guisanto había visto jamás. Era la única que había visto, en realidad; pero eso no quitaba que fuera realmente bonita.
Sí, amigos, Guisanto se había enamorado.
Con esmero y pericia, ayudó a la canica a huir de aquel niño que se dedicaba a golpearla contra otras de su especie.
-¿Cómo os llamáis, joven guisante?
-Mi nombre es Guisanto. ¿Cómo os llamáis vos, bella canica?
-Caniquilla. Y permitidme que os agradezca que me hayáis salvado la vida.
Y le besó.
Se conocieron y vivieron felices para siempre, porque, con el amor, todo es posible.
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